Abril:
1) Sábado 7 de abril: “Formula poética para el desentrañamiento”
Cuento “Las Joyas” de Guy de Maupassant
Las joyas y la autobiografía comparten la necesidad de un tipo de verdad realista o que se corresponda con la realidad, implicando una relación con el mundo en términos de verdad o falsedad: el diamante falso, el relato falso, la joya verdadera o la identidad verdadera. La ficción aporta un sentido de aquello que llamamos falso, sin embargo, en toda ficción el hilo conductor es una lógica similar a la del relato verdadero. Aprendemos que no hay un solo modo de reconocer lo verdadero y un solo modo de construir un relato sobre nosotros mismos. En la ficción se ordena la potencia de lo creativo. Las joyas desde el cuerpo del objeto, la autobiografía desde el entramado de las palabras. Ambas se contienen y dialogan.
Actividad: La joya en el centro del relato. El reflejo, lo que en ella aparece del derecho y el revés.
Ver el dorso lo que esta del otro lado y no se corresponde con lo que vemos, lo que sugiere, lo que el objeto no me dice directamente.
Dibujar e imaginar ese reverso del objeto/joya. Ir y venir entre las imágenes y las palabras, entre lo verdadero y lo falso. A partir de ese dibujo imaginar un relato, donde la joya es la protagonista, un relato autobiográfico. Con ese relato inventaremos un contexto para cada joya. En esta primer clase bocetaremos y bordaremos nuestra primera joya.
Libro: Las Joyas. Guy de Maupassant. Biblioteca de Sol. España. 1992
Las
Joyas
(fragmento)
Guy de Maupassant
Ahora bien, esta afición al teatro engendró pronto en ella la
necesidad de adornarse. Sus vestidos seguían siendo muy sencillos, es cierto,
siempre de buen gusto, aunque modestos; y su dulce gracia, su irresistible
gracia, humilde y sonriente parecía adquirir un nuevo sabor con la sencillez de
sus trajes, pero adquirió la costumbre de colgar de sus orejas dos gruesas
piedras del Rin que simulaban diamantes, y llevaba collares de perlas falsas,
pulseras de similor, peinetas adornadas con abalorios variados imitando piedras
finas.
Su marido, a quien chocaba un poco ese gusto por la quincalla, repetía
a menudo: “Querida mía, cuando uno no tiene medios para comprar alhajas de
verdad, no debe engalanarse más que con la belleza y la gracia, que son las
joyas más raras”. Pero ella sonreía dulcemente y repetía: “¿Qué quieres? Me
gusta, es mi vicio. Sé perfectamente que tienes razón, pero no me acostumbro.
¡Habría dorado tener joyas!
Y hacía rodar entre sus dedos los collares de perlas, resplandecer las
facetas de los cristales tallados, repitiendo: “Mira que bien hechos están. Se
diría que son de veras.”
El sonreía declarando: “Tienes gusto de gitana.”
A veces, por la noche, cuando se quedaban solos al amor de la lumbre,
ella traía a la mesa donde tomaban el té la caja de tafilete donde encerraba la
“pacotilla”, según la expresión del señor Lantin; se ponía a examinar sus
alhajas de imitación con una atentación apasionada, como si saborease un
disfrute secreto y hondo; y se empeñaba
en pasar un collar por el cuello de su marido para reírse a continuación con
toda su alma, exclamando: “¡Qué gracioso estás! Después se arrojaba en sus
brazos y le besaba locamente.
[…]
Buscó un buen rato en el montón de quincalla que ella había dejado,
pues hasta los últimos días de su vida había seguido comprándola
obstinadamente, trayendo casi cada noche un nuevo objeto, y se decidió por el
gran collar que ella parecía preferir, y que podría valer, pensaba, seis u ocho
francos, porque verdaderamente era de un trabajo muy cuidadosos para ser falso.
Se lo metió en el bolsillo y marchó hacia al ministerio por los
bulevares, buscando una joyería que le inspirase confianza.
Por fin vio una y entró, un poco avergonzado de exhibir así su miseria
y de tratar de vender una cosa de tan escaso valor.
“Caballero – le dijo al joyero-, quisiera saber en cuánto valora usted
esta pieza.”
El hombre recibió el objeto, lo examinó, le dio vueltas, lo sopesó,
cogió una lupa, llamó a u dependiente, le hizo en voz baja unas observaciones,
volvió a depositar el collar sobre el mostrador y lo miró de lejos para juzgar
el mejor efecto.
El Señor Lantin, molesto por tantas ceremonias, abría ya la boca para
declarar: “¡Oh! Sé muy bien que no tiene el menor valor”, cuando el joyero
dijo: “Caballero, vale de doce a quince mil francos; pero sólo podría
compararlo si usted me a conocer su procedencia.”
El viudo abrió unos ojos enormes y se quedó boquiabierto, sin
entender. Por fin balbució: “¿Dice usted…? ¿Está seguro?” El otro se engañó en
lo tocante a su asombro, y, con tono seco: “Puede usted mirar si en otra parte
le dan más. Para mí esto vale, como mucho, quince mil. Vuelva usted a verme si no
encuentra quien le dé más.”
El Señor Lantin, completamente atontado, recogió su collar y se
marchó, obedeciendo a una confusa necesidad de encontrarse solo y reflexionar.
Pero en cuanto estuvo en la calle le invadió la necesidad de reír, y
pensó: “¡Qué imbécil! ¡Oh qué imbécil! ¡Si le hubiera cogido la palabra! ¡Ahí
tienes un joyero que no sabe distinguir lo verdadero de lo falso!”